Felipe Monroy*
No hay duda: el cineasta Joon Ho Bong (Corea del Sur, 1969) ha realizado una obra maestra con Parasite (2019), se trata de un relato crudo y simbólico, ricamente narrativo y audazmente metafórico, íntimo y universal. Es el tipo de filme que, mientras más se dialoga más emergen lecturas y realidades que suelen ser difíciles de desentrañar del modelo económico y social dominante.
Resulta imposible hacer una apreciación ligera del filme de Bong, porque se trata de una compleja declaración filosófica. Es producto de una brillante amalgama entre la sensible mirada sobre las sutiles dinámicas sociales de la economía global y un desalmado relato que estremece tanto por su perfección técnica como por su inteligente narrativa (el montaje del primer acto es pura genialidad).
Parásitos cuenta la historia de la familia Kim que sobrevive en los barrios periféricos soportando la inmundicia que descargan los intoxicados por los excesos (su hogar suele ser rincón donde orinan los borrachos, aunque es una metáfora que se descubre más adelante) y se encuentran sujetos a esa angustiante asfixia que causa la pobreza a pesar de los intentos que hacen por mejorar su situación económica (este ahogamiento se simboliza desde el pesticida o las aguas negras hasta el indefinible aroma de su clase social).
Por una cuestión del azar, el hijo mayor recibe, junto a una roca de colección que sirve como metáfora del vehículo de la tragedia, la oportunidad de reemplazar a su amigo como tutor de inglés en una familia altamente privilegiada de la ciudad. Sin embargo, para ser maestro de la hija del rico matrimonio de los Park, el chico debe mentir sobre su condición y estatus.
El joven Ki-Woo entrará en contacto con la familia Park y descubrirá pronto las rendijas por las cuales su hermana, su padre y su madre pueden entrar a trabajar en la pudiente residencia (aunque algunos de los trabajos sean sólo ficciones de la ingenuidad y la necesidad de estatus de los Park, como la ‘Terapeuta de arte’). Por supuesto, los métodos para lograrlo están lejos de ser honestos y en ello se entiende que los parásitos son esta desvergonzada familia. Sin embargo, pronto se descubre que ellos no son los únicos parásitos en la historia y que la familia Park, en la cumbre de su privilegio, es la peor expresión de la vida parasitaria de las economías contemporáneas.
Con todo, Parásitos no es una historia de las tensiones entre los extremos de la sociedad capitalista, es una cruda representación sobre las despiadadas luchas entre los pobres y los miserables; entre la esclavizada clase trabajadora que jamás alcanzará ni un fragmento del bienestar de la clase pudiente (por cierto, el nombre de la canción de Parasite es ‘564’, que corresponde a los años que necesita trabajar la clase baja para adquirir una casa como la de los Park) y la alienada clase casi menesterosa, lumpenproletariado moderno, que deifica al millonario por las sobras que derrama indiferente desde el empíreo de su opulencia hasta el sótano de la indigencias invisibles.
Parásitos es un filme lleno de símbolos y alegorías que giran en torno a los peldaños de la bonanza y la estrechez: La residencia de los Park se encuentra en la cima de una colina soleada y espaciosa; mientras la casa de los Kim se ubica en la penumbra hacinada, en el punto más bajo de los cinturones de miseria propios de las grandes urbes. Los Kim emergen momentáneamente de su hogar semisubterráneo para descubrir con repugnancia -debido a su efímera e ilusoria prosperidad- que hay miserias aún más profundas, perturbadas y lastimosas; pero están obligados a descender como por los círculos de los infiernos hacia la ciénaga putrefacta de su tragedia, provocada -quién lo diría- por los efectos del hiperconsumismo y la cultura del descarte que ellos mismos anhelan gozar.
Bong ha creado un filme en el que la escala de las clases y posiciones sociales supera discursos de prosperidad y oportunidad. La primera ya no se alcanza por la vía del esfuerzo y la segunda ya no concreta en derechos y posesiones. Para Bong, en la escalera del inhumano capitalismo, el desprecio por el trabajo físico va de la mano de la embriaguez de las efímeras prebendas y la posición económica determina infalible el grado de la tragedia, la profundidad de las lesiones. Pero el filme también revela cómo la violencia descomunal y salvaje tiende a brotar desde los oscuros cimientos de la sociedad para verter toda su carga de rencor, miedo e ignorancia sobre la brillantez de un inopinado día. La historia es, en fin, la cruda declaración de la muerte de la ‘movilidad social’.
Parásitos es una profusa parábola que requiere ser deconstruida en cada gesto y elemento porque en el agua y la luz, la sombra o desagüe, el ascenso y el descenso, lo visible y lo invisible, se entienden las sutilezas del discurso. Como con la roca gongshi que es el verdadero percutor del drama; no sólo es un regalo extraño e inapropiado, es metáfora del bienestar deseado, es ofrenda que se hace esperanza, pero también tormento; es el símbolo de lo correcto y lo justo, y también vehículo que aniquila la paz, el orden y la vida.
* Comunicador, miembro de SIGNIS México