“El deber del pueblo es indignarse; el de los gobernantes, reflexionar sobre ello y actuar”.  Esta cita de Michel Foucault es dicha en una de las primeras secuencias de la película colombiana Matar a Jesús (de Laura Mora, 2017). Un profesor de Ciencias Políticas da su clase en una universidad pública, con mucha atención de los alumnos. Luego sale en coche con su hija Paula, estudiante de Artes. Al llegar a la puerta de su casa, un joven en motocicleta se acerca y asesina al profesor. La indignación, rabia, dolor, de Paula atraviesan toda la historia y nuestro propio corazón, y nos llevan por los barrios marginados de Medellín, prendidos entre el asombro y el miedo.

La búsqueda del asesino se topa primero con la desidia e ineficacia de las autoridades, perdidos en un montón de expedientes de víctimas a las que nunca se hará justicia.  Meses después, Paula se topa por casualidad, en una discoteca, con el joven sicario, Jesús, y decide tomar venganza y matarlo. A partir de entonces, su dolor rabioso se convierte en un calculado acercamiento amistoso a Jesús para encontrar el momento preciso de acabar con él. Pero la proximidad cotidiana le hará conocer al ser humano que hay detrás de un joven sicario: sus carencias, sus sueños, su familia, sus amistades; su vida siempre expuesta a la pobreza material, a la falta de oportunidades, al desprecio de las políticas públicas, a la ausencia de algo o alguien que lo rescate de la violencia social. Víctimas y victimarios se confunden finalmente en esta sociedad rota y descompuesta, indignada y atrapada. Todos sin saber cómo escapar de la muerte que acecha siempre, y sin saber quién en verdad es el asesino.

Un mirador desde una de las colinas más altas de Medellín se convierte en el símbolo de la búsqueda de la paz y de otro horizonte que parecen nunca llegar. ¿Cómo revertir la pobreza, la violencia, la muerte, el sinsentido?

De pronto, la vida se transforma, y todos se encuentran bailando salsa o cantando la novena al Niño Jesús, como si afuera no existiera la muerte; quizás como signo de otros lugares donde encontrarse y reconocerse, de otros lazos tan queridos con los cuales empezar a rehacer la convivencia de iguales. Pero el signo más hondo y hermoso de la película llega cuando uno de los dos protagonistas ha de curar las heridas del otro como un buen samaritano, o como un Jesús que lava los pies al mismo que lo va a traicionar.

Una historia de violencia, muerte y venganza -la de esta película y la de todos los días-, puede tener un resquicio de luz, de perdón, de redención, si lográramos rescatar la humanidad que hay en cada persona y la compasión a que somos llevados junto al otro, tan semejante a mí.

Con esta película, la directora hace memoria de su padre, asesinado por un joven sicario en 2002, un año muy crítico y violento en Colombia. Pero la historia que retrata traspasa fronteras y nos refleja y une a tantos pueblos latinoamericanos. La cinta ha ganado el premio especial de SIGNIS en 2017, en el 60 aniversario del festival de San Sebastián, y ha sido también premiada en La Habana, Guadalajara, Cartagena, Chicago, El Cairo.

 

Luis García Orso, S.J.

México, septiembre 18 de 2018.