Crítica cinematográfica
Los primeros diez minutos de la película Joker, con la presentación del protagonista, son conmovedores: un hombre escuálido y enfermo mental con una risa que no puede controlar, con un diario escrito de su patología y sus pesares, es mal atendido por una asistenta social; vive con su madre anciana y enferma en un viejo y oscuro edificio, trata de ser simpático con un niño y es regañado por la mamá, trabaja de payaso en la calle y es golpeado por tres adolescentes abusivos. Mientras, en la ciudad se acumula la basura, informan las noticias, porque los empleados de limpieza están en huelga. Arthur Fleck es el símbolo de la basura humana que crea la sociedad, de los descartados, de los que no tienen lugar, de los excluidos del bienestar social. Pero él espera que “su muerte tenga más sentido que su vida”.
Aun así, Arthur le echa ganas tratando de aprender a ser comediante de bar y no sólo payaso, y crea un mundo paralelo en su imaginación, con romance incluido y presentación en un programa popular de la televisión. Pero para los ideales de la sociedad, Arthur será siempre alguien que no vale, que no es visible, a no ser para reírse de él o burlarse, para pasar por encima de él o para golpearlo todavía más. Serán tres jovencitos empleados de Wall Street los que sin piedad lo golpeen en el metro, y será el candidato a Alcalde de Ciudad Gótica el que declare arrogante: “Quienes hemos logrado hacer algo con nuestras vidas, siempre veremos como payasos a los que no lo han logrado”. Por eso, antes de que Arthur tome el camino de la violencia, ya existe violencia –verbal, social, económica, política- sobre los pobres y los descartados; antes de que Arthur se convierta en el Guasón, ya existen los que ven a otros como objetos de burla y de desprecio.
Joker, el personaje y la película, ponen delante de nuestra mirada atónita la violencia con la que está construida nuestra sociedad, nuestros pensamientos, nuestras actitudes; Joker sacude nuestro letargo y cuestiona nuestros principios: ¿cuándo actuamos moralmente y cuándo no?, ¿qué tanto nos importan los demás?, ¿a qué aspiramos en la vida?, ¿cómo abonamos a la violencia o ayudamos a revertirla?
En el programa final de televisión del presentador ídolo Murray Franklin (Robert de Niro), cuando la sociedad del espectáculo quiere usar a Arthur como mercancía barata, el debutante Joker le espeta: “Tú sólo quieres burlarte de mí; eres una basura. Ya nadie se pone en los zapatos del otro; sólo pasan por encima de él” (como cantará Frank Sinatra en los créditos finales de la película: That’s Life). Mientras, la ciudad arde en llamas y en el caos, en la violencia de la revancha, en aquello a que ha devenido nuestro sistema social, y los manifestantes portan máscaras de payasos, la idéntica máscara en la que los excluidos son iguales y hacen resonar su grito: “Todos somos payasos”. Los mismos payasos que rescatarán a Joker, en la coreografía más solidaria de “los nadie”, mientras el protagonista traza con su propia sangre de la boca la sonrisa que en adelante lo identificará.
Todd Phillips (Nueva York, 1970), el director del film, ha creado una historia de enorme impacto visual y sonoro, con un sentido del guion y del ritmo narrativo que nos emociona y nos golpea, con una selección muy atractiva de canciones exitosas que van punteando la narración, y sobre todo, con un Joaquin Phoenix que se entrega en cuerpo y alma, más: con todo el cuerpo y toda el alma, para reinventar al Joker -que sabemos luego se convertirá en uno de los peores enemigos de Batman-, y completar el otro lado de la historia que antes en el cine nos había contado tan magistralmente Christopher Nolan con Batman Begins (2005, Batman, el inicio) y The Dark Knight (2008, Batman, el Caballero de la Noche). Ahora, Bruce Wayne es sólo un niño huérfano y asustado en un callejón, y Arthur Fleck es el héroe de una masa de payasos rebeldes y luego un loco en el pasillo de un asilo psiquiátrico. Un final que ha dejado múltiples lecturas de la película.
Para nuestra era de Trump y Bolsonaro, la película es una visión muy interpelante e incómoda, moralmente cuestionable, triste y conmovedora, espejo confuso y brillante de las víctimas y los descartados de nuestra sociedad, pero quizás también de cuán locos estamos.
Luis García Orso, S.J.
México, octubre 16 de 2019