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Inocencia

SIGNIS ALC

19 marzo 2019

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Casa Crítica

Inocencia (2018) en la memoria sentimental del cubano

Inocencia (2018) en la memoria sentimental del cubano

Xavier Carbonell-SIGNIS Cuba

Cuba es una isla difícil de entender, acostada en el Caribe como un caimán viejo, obsesionada con una esencia que se le escapa o se le olvida, pero a la que no renuncia. Cuba se persigue a sí misma, ante el espejo de su historia, en busca de explicaciones, opiniones, confirmaciones y teorías, enfrentada al rompecabezas de su propio reflejo.

 

Como la música o la literatura, el cine cubano trata de aliviar ese malestar histórico que nos acosa ante sucesos como los relatados en Inocencia (2018), el reciente filme de Alejandro Gil que explora los acontecimientos del 27 de noviembre de 1871. En las butacas del Cine Camilo, en Santa Clara, soportamos el calor de la noche para ver esta película, que ha salido al fin de La Habana hacia otras ciudades de Cuba.

 

El argumento de Inocencia, el fusilamiento de ocho estudiantes de medicina durante le época colonial, es uno de los hechos que más han golpeado la memoria sentimental del país.

 

Estamos en el año duro de la guerra de 1868. Un grupo de patriotas de la «siempre fiel» isla de Cuba ha iniciado una guerra brutal, la primera en su historia, contra el poder español. A golpe de machete y fusil, se ha logrado afincar la insurrección en el oriente del país. Mientras, el gobernador de La Habana intenta mantener la capital libre de infidentes, es decir, criollos que conspiran y organizan la expansión de la batalla en el occidente.

 

El Cuerpo de Voluntarios, una milicia agresiva e intransigente, la misma que años atrás descargaría sus metrallas contra un teatro y un café donde se reunían jóvenes cubanos, se encarga de pedir sangre cada vez que ve «mancillado» el honor de España.

 

Inocencia recoge las escenas que, manipuladas por los tribunales de la isla, causaron el fusilamiento de ocho estudiantes de medicina de la Universidad de La Habana. Eran jóvenes de la burguesía criolla de entonces, hijos de familias bien situadas en el sistema colonial. Como aclara Le Roy Gálvez, el gran erudito del 27 de noviembre, ni eran insurrectos en potencia ni futuros patriotas. Sencilla y llanamente jóvenes, casi adolescentes todavía, que habían jugado con la carreta de transportar a los difuntos del habanero Cementerio de Espada.

 

El espíritu político de esta matanza se lo debemos a lo sangriento del crimen y al impacto que tuvo entre los cubanos de bien. Tanto en la isla como en el exilio se conmemoró la fecha cada año, como símbolo de la bestialidad de las autoridades españolas. A los estudiantes se les acusaba, sobre todo, de profanar la tumba del periodista Gonzalo Castañón, un bufón de la corte e ídolo de los voluntarios. Tres rayones en el sepulcro, que el cura del cementerio reconoció como antiguos y cubiertos de moho, justificaron la supuesta violación. Toda la clase de ese curso fue encarcelada por el gobernador político, para que fueran interrogados por un tribunal marcial.

 

Después de varios consejos militares que cedieron a la presión del Cuerpo de Voluntarios, se condenó a muerte a ocho estudiantes. Varios de ellos ni siquiera habían estado en el cementerio: su nombre se obtuvo por sorteo. Uno, para mayor escándalo, no se encontraba en La Habana el día de los hechos.

 

La ciudad entera se quedó en silencio y eso es, posiblemente, lo más vergonzoso del 27 de noviembre. En las actas de la universidad ni siquiera se menciona el hecho.

 

Alejandro Gil, a través del guión de Amílcar Salatti, organizó estos hechos en dos tramas cruzadas. En una de las líneas Fermín Valdés Domínguez (una figura esencial en la historia cubana, a la que por fin le llegó su hora cinematográfica) persigue obsesivamente la reconstrucción de los hechos y el lugar exacto donde los estudiantes fueron enterrados. Fermín, amigo desde la infancia de José Martí, fue uno de los alumnos encarcelados en noviembre del 71. Lo vemos dieciséis años después, empeñado en la escritura de un libro (en realidad, es la reedición de su texto sobre el fusilamiento, publicado originalmente en 1872, con nuevos materiales). El sueño de Valdés Domínguez es la reivindicación de sus compañeros y el levantamiento de un monumento que honre su memoria y les restaure la inocencia.

 

El libro de Fermín recoge pasajes emotivos y terribles, e incluso contiene las notas que escribieron los muchachos antes de morir. Algunas de ellas son esenciales para elaborar la segunda trama, que indaga en la vida de los muchachos y en las causas que los arrojaron a los engranajes del juego político que les costó la vida.

 

El episodio amoroso del filme, por ejemplo, viene de la última voluntad de Anacleto Bermúdez: «Mis queridos padres y hermanos: hoy, que es el último momento de mi vida. Me despido de ustedes, y que se consuelen pronto. Les recomiendo en particular a mi Lola y que ella guarda mi sortija, y que la leontina que tiene mi hermano la entregue a Lola. Sin más, échenme la bendición y no se olviden de mi recomendación». Y más adelante escribe: «Lola: acuérdate de mí».

 

La narrativa del filme es ágil, hábilmente urdida como la investigación de un crimen que Fermín resuelve en su totalidad casi dos décadas después. Inocencia combina los recursos del cine histórico con los de las historias detectivescas, dosificando la intensidad dramática hasta la detonación final, aun cuando ya se haya anunciado y previsto la tragedia.

 

Un episodio polémico, que incluso historiadores como Le Roy toman por apócrifo y fantasioso, es la defensa de los estudiantes, a punto de llegar al paredón, por varios miembros de la sociedad abakuá (fraternidad de origen africano con un alto sentido de la ética y la justicia). El director del filme, que ya había producido un documental sobre el 27 de noviembre, aclaró su fundamento en una rigurosa investigación de los archivos habaneros. El tema y su ocultamiento por tantos años siguen siendo naturalmente polémicos. ¿Por qué se guardó silencio, también, sobre este hecho casi desconocido?

 

La reconstrucción de la época es, en todo sentido, cuidadosa. No obstante, resultan francamente lamentables algunas actuaciones débiles (a veces en actores de carrera notable) y el hecho inexplicable de que los personajes españoles hablen con evidente acento cubano.

 

Se ha dicho que es una película necesaria. Es verdad. Se le ha buscado una lectura contemporánea, en algún que otro parlamento afilado. La tiene, pero solo porque los acontecimientos que presenta hablan de los grandes temas humanos: la injusticia, la muerte, la verdad, el poder, el amor y el silencio.

 

No creo que sea la intención del filme provocar una lectura desmesuradamente puntual de la Cuba contemporánea, y quien haya escuchado la presentación del director en el Cine Camilo de Santa Clara se percata de su devoción pura por el tema. No obstante, Inocencia puede y debe ser leída por el cubano de hoy, e inspirar la misma vergüenza que, me imagino, sintieron los habaneros al leer el libro de Valdés Domínguez, la vergüenza de dormir tranquilos y callados, cuando el mundo circundante se cae a pedazos.

 

Quizás fue esta la motivación que le hizo merecer a Inocencia el premio SIGNIS en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, puesto que el filme «permite», según el jurado, «reflexionar al espectador sobre ese pasado que relata la obra, y el presente, donde el oportunismo, la intolerancia, la corrupción, el abuso de poder y la delación siguen afectando nuestro entorno social».

 

Apreciada en el conjunto de películas históricas en la reciente filmografía cubana, Inocencia se coloca junto a Martí: el ojo el canario o Cuba libre, por citar dos ejemplos, en su empeño de reinterpretar Cuba desde su pasado. Es una película hecha por los jóvenes y para ellos, que ofrece de nuevo una lección que el cubano tiene que aprender, porque la olvida constantemente: la revisión continua, dolorosa y sincera de nuestra propia historia.