Xavier Carbonell*
Al cubano le aterrorizan ciertos espacios de la isla que son, por excelencia, el centro de su asfixia: la tienda o bodega, en la cual se reciben los alimentos racionados por la célebre «libreta de abastecimiento»; el hospital, tan gratuito como sórdido; la estación de policía, tan semejante al infierno que es preferible ser monje antes que criminal; y en general todo aquel sitio en que se acumule un número —siempre desmedido y sudoroso— de cordiales vecinos.
En este catálogo de lugares fantásticos debe figurar la terminal de ómnibus, capaz de generar colas tan populosas y violentas que son, a la vez, ring de boxeo y campo de atletismo. Cada una de estas circunstancias, lamentablemente, puede funcionar como resumen de lo que la isla ha venido soportando desde el Período Especial.
La suma de carencias nunca satisfechas conduce a la deshumanización, a la frustración y —utilizando la durísima expresión de un narrador español— a una especie de cáncer en el alma. En el cine y la literatura de los noventa, hasta llegar a nuestro tiempo, estos espacios adquirieron una carga simbólica extraordinaria.
Juan Carlos Tabío —que ya había interpretado la decadencia de Cuba en Fresa y Chocolate— proporcionó otra lectura de la crisis en Lista de espera (2000). En diez años de Período Especial los dirigentes habían fallado en resucitar nuestra moribunda economía. Pero ese tiempo bastó para que la Gran Decepción corroyera la salud mental y la esperanza de muchos cubanos, que se lanzaron al mar en una travesía desesperada contra la muerte y las inclemencias del Caribe. Son los llamados balseros, que a veces lograron alcanzar la costa norteamericana.
Los que se quedaron en la isla, vieron como todo se transformaba en la pesadilla surrealista que —con mucho humor y acidez— relata Lista de espera. Un grupo de pasajeros espera un autobús, que en Cuba se llama guagua, en medio del desasosiego de varios días sin transporte. Todo el mundo parece estar resignado al maltrato de los funcionarios, al pésimo funcionamiento del sistema, al cinismo de quienes manejan el destino de la terminal, e incluso a la agobiante fealdad del edificio, el calor y la incertidumbre.
Esperar que la guagua —o que el país— se arregle es tan ingenuo como aguardar las piezas de repuesto que vengan de la desaparecida Unión Soviética. No hay quien dirija ni quien ponga orden: la cola debe organizarse a sí misma si quiere sobrevivir.
No obstante, la película no solo articula una visión total, sino que va a la vida individual de la gente, que ya no se siente parte de la masa sino para protestar o dejarse abatir por la depresión histórica. Ese hombre nuevo que representaba el David de Fresa y Chocolate se diluye en Emilio, el joven arquitecto que llega a la terminal para retornar a Santiago de Cuba. Significativamente, ambos personajes son interpretados por Vladimir Cruz.
Jóvenes, viejos, ciegos, niños, hombres y mujeres, gente buena y bandoleros de feria, creyentes de todas las religiones o más ateos que Lenin; Lista de espera estudia la terminal como laboratorio o como radiografía de lo que sucedió con la Cuba nacida con la muerte del socialismo ruso.
La conclusión es clara. No hay felicidad sino en las cosas simples y de siempre: el amor, el sexo, la amistad, el juego o la comida —que nadie, en principio, quiere ni puede compartir.
A medida que transcurre el filme, los pasajeros asumen que no hay otra escapatoria sino luchar contra la frustración ellos mismos, porque nada se puede esperar ya de dirigentes ni de promesas. Las paredes de la terminal se pintan, la guagua puede arreglarse y el mundo, que antes se veía en el blanco y negro postsoviético, ahora vuelve a ser cálido y amable.
Al final, por supuesto, llega el amanecer y cada uno descubre, con la tristeza del pobre, que todos han soñado el mismo sueño y que esa utopía solo existió en la melancolía y el deseo de una isla que no fuera tan hostil ni tan inmerecida.
No obstante, ni los fantasmas de la ficción ni los cubanos de carne y hueso pudimos olvidar cuál era el sabor del paraíso. Con mucho cansancio y una acumulación demasiado densa de recuerdos, cada quien echó a andar por caminos diferentes. Cuba era ese sueño agridulce que, como todas las utopías, fue un amor que se perdió.
* Comunicador, miembro de SIGNIS Cuba