Por Luis García Orso-asistente eclesiástico de SIGNIS y miembro de SIGNIS México
Un plano secuencia de varios minutos te conduce a través de los pasillos de un asilo de ancianos hasta llevarte a uno de los inquilinos, un Robert de Niro octogenario, que empieza a narrarte una historia, su historia, que es también su confesión. Tres horas y media después volveremos a esa confesión, en el final de la película, magistral, de Martin Scorsese. Un recorrido turbulento, una historia, una confesión personal: ésa es la versión muy cinematográfica de la novela I Heard You Paint Houses, de Charles Brandt.
El recorrido mayor en pantalla abarca unos veinte años, de mediados de los años 50s a mediados de los 70s, enmarcados a su vez en un viaje a Detroit para una boda. Estamos en la costa este de los Estados Unidos y en el mundo de la mafia del Estado de Pennsylvania.
Aparecen muchos personajes históricos de ese mundo y esa época, pero tres son los indiscutibles protagonistas: Frank Sheeran, el camionero y asesino a sueldo; Russell Bufalino, el capo mayor; Jimmy Hoffa, el líder mafioso del sindicato de transportistas. Y tres enormes actores los representan: Robert de Niro, Joe Pesci y Al Pacino.
Cada uno logra dar con el tono preciso que se requiere: un frío y sumiso Frank, la personalidad sobria e inteligente de Bufalino, el histriónico, ególatra e impulsivo Hoffa. Disfrutar la delicia de estas actuaciones es la primera impresión que te va enganchando en la película.
El joven camionero Sheeran conoce a Bufalino en 1955, y empieza sus trabajos de traslados y de encargos, de ajustes de cuentas y de “pintar casas” con sangre; su historia de deberes y lealtades, de cálculos y decisiones. La mejor trayectoria de Scorsese sobre este mundo particular del hampa está aquí, en The Irishman (El irlandés, 2019): Godfellas (Buenos muchachos, de 1990), Casino (de 1995), The Departed (Los infiltrados, 2006).
Para Scorsese, esto forma parte de la historia de Estados Unidos, lo quieran reconocer o no. Por eso en la narración de El irlandés está el asesinato del presidente Kennedy, en noviembre de 1963, o la renuncia del presidente Nixon, en 1974, por el escándalo de Watergate, y la desaparición del famoso Jimmy Hoffa en 1975. Pero las nuevas generaciones no saben de esa historia, como afirma la joven enfermera que atiende al viejo Sheeran.
A sus 77 años de edad, Scorsese aboga por la historia, por la memoria, por esa vieja cultura de amistades y lealtades difícil de comprender desde fuera. Y como estamos hoy en un siglo vertiginoso donde lo que vale es lo rápido, lo efímero, lo artificial, el cineasta nos lleva con un ritmo detallado y cercano, sin prisas (en el film lo único rápido son las balas, pero sin regodearse en la violencia o la sangre); y se puede saborear la pasión enorme que hay en pequeños momentos cotidianos: comer un helado, detenerse en la carretera a fumar un cigarro, remojar un pedazo de pan en una copa de vino, platicar con un amigo.
Martin Scorsese subvierte los esquemas fáciles de entretenimiento y nos seduce con el cine más clásico, narrativo, en una filigrana de dirección, guion y edición, en que nunca sientes el tiempo que se toma la película.
Una épica extraordinaria la que dirige Scorsese, que nos va llevando poco a poco a lo que quizás le interesa más mostrar: el mundo íntimo de la conciencia y de las decisiones de cada ser humano, ese santuario donde cada uno se enfrenta a sí mismo y a Dios, y se hace responsable de sus acciones.
Entonces ese camino al que nos conduce la historia filmada no puede evadir el final de la vida, el peso de los recuerdos, el destino que cada quien ha querido darse, la responsabilidad ante los demás, la fragilidad de nuestra condición humana y la lápida de los años, la enfermedad, la propia muerte. Esto es lo que recoge el anciano Frank Sheeran en el asilo, pero con dos experiencias más que le agobian: la traición a Hoffa y la separación de sus hijas. El silencio cerrado de Peggy es también parte de esa conciencia.
La confesión del viejo Sheeran es también la de Scorsese. A propósito de su película Silencio, Martin había declarado que ha sido un mal católico porque no ha cumplido fielmente lo que la Iglesia enseña, pero que cree que Dios nos sigue buscando y nos ofrece su gracia.
La existencia atormentada del cineasta está aquí, en ese final de culpas, remordimientos, perdón. Martin se reconoce la oveja perdida, y cree que quizás el Señor tenga misericordia de él. Entonces, en su corazón y en la película deja la puerta abierta. Esa puerta abierta es el mejor final.