Xavier Carbonell*
Reseñar una película de superhéroes es caminar sobre el filo de la navaja crítica. ¿Qué tipo de comentarista “serio”, académico, correcto, siente la obligación de examinar el descomunal multiverso de ficción que, después de más de veinte películas interconectadas, llega a su final destructor en la última parte de Avengers, justamente titulada Endgame?
Incluso los cinéfilos de altura conocen el argumento de Avengers: un grupo de hombres y mujeres de poder extraordinario cierran filas contra alguna entidad enemiga que se abalanza sobre la Tierra con la sana e higiénica intención de borrarla del mapa estelar. Desde 2008, con el estreno de Iron Man, Marvel Studios (heredera cinematográfica de Marvel Comics) ha ido tejiendo una estructura de filmes biográficos de cada superhéroe, hasta llenar una plantilla de vengadores dispuestos a sacrificarlo todo (incluso las leyes de la física) por salvar el mundo.
Así ha desfilado por la pantalla toda la heroica matrícula: el Capitán América, bueno, cánido, patriota entero; el simpático millonario y genio Tony Stark, inventor de Iron Man; el increible Hulk (tan difícil de controlar que ha necesitado tres tristes interpretaciones, Eric Bana, Edward Norton y ahora Mark Ruffalo, para estabilizar su mal genio); Thor, dios del trueno, la cerveza y las pasarelas, que trae consigo un arsenal mitológico robado a los antiguos escandinavos; Spider Man, el mejor de los arácnidos neoyorquinos; Doctor Strange, interpretado por el brillante Benedict Cumberbatch, mitad Buda, mitad Harry Potter, pero que a la larga nos ha dado, posiblemente, el mejor filme de la saga Marvel.
Hay todavía más, como los Guardianes de la Galaxia, que hacen de relleno perfecto hasta ser eliminados convenientemente al inicio de la guerra. Quedan desterrados, por otra parte, todo el escalafón de los X-Men y muchos otros héroes creados, desde luego, por Stan Lee y su pandilla de historietistas, por problemas de contrato sobre los derechos, o porque aparentemente no consiguieron pasaje a Nueva York, Londres o Hong Kong (es importante situarse: para Marvel, el mundo real se compone de estas tres ciudades; lo demás es literatura).
En el caso de Endgame, el perverso enemigo es Thanos, un alienígena de inspiración fascista, empeñado en limpiar al universo de la mitad de gente que le sobra. Para ello, desde la cinta anterior (Infinity War, del año pasado), ha rastreado una colección de piedras místicas que le permiten, con un chasquido de su guantelete todopoderoso, alterar a voluntad el sentido de la vida, el universo y todo lo demás. Pero que no cunda el pánico: se trata de Marvel —no de Game of Thrones—, y en Marvel los nuestros nunca pierden.
Durante las más de veinte películas de Avengers la auténtica lucha a muerte es aquella que enfrenta las actuaciones carismáticas y decentes (Benedict Cumberbatch y Robert Downey Jr., por ejemplo, verdaderos superhéroes a la hora de salvar una escena en apuros) y aquellas que, por su pavoroso desempeño, lamentamos que no se hallan esfumado ante el chasquido fatal de Thanos. La lista de estos últimos, por desgracia, es demasiado larga como para ser comentada.
La depresión cinéfila que nos ha devastado por culpa de Avengers: Endgame —a pesar de los que viven aún su luna de miel con la película— es comparable al derrumbe de otros obeliscos de la cultura pop: también yo, dicho sea de paso, me reconozco traicionado por los últimos filmes de The Hobbit y Star Wars (por mencionar dos de los sacrilegios más brutales contra historias populares y entrañables desde nuestra infancia). Y qué decir del inexpresivo, mal escrito y pérfido final que nosotros, el inocente público, debimos soportar de los malvados “creadores” de Game of Thrones.
Solo nos queda esperar que la próxima vez que Marvel decida invocar el apocalipsis de la ficción, sea cual sea la feroz amenaza extraterrestre, arrastre consigo a los malos guionistas, a los actores de alcantarilla y al infame equipo de dirección que nos torturó durante veintitrés largas películas.